martes, 4 de noviembre de 2014

Antonio Serón, el Virgilio bilbilitano

En el otoño de la Edad Media obras literarias, filosóficas y científicas nacidas en Grecia y Roma durante la Antigüedad lograron saltar las tapias de los monasterios donde habían sobrevivido atrincheradas más de mil años y ayudaron a los europeos a dulcificar la asfixiante omnipresencia de la Iglesia y alumbrar una nueva concepción de la existencia.

Ese revivir de la cultura clásica, el llamado Renacimiento, surgió en la península Itálica, ya que allí su poso era mayor, y se extendió con rapidez por toda Europa con el eficaz apoyo de la imprenta.

La imparable marea empapó a infinidad de literatos aragoneses, oscurecidos en nuestros días, a pesar de su valía, por los vaivenes de la historia y el brillo de sus contemporáneos castellanos. Uno de los más desconocidos de entre esa pléyade de desconocidos se llamó Antonio Serón, nació en Calatayud y fue poeta.

Lo único que se conoce de su biografía es lo que él mismo cuenta en su obra, de forma subjetiva, fragmentaria y sin preocuparse por la exactitud de los detalles. A eso hay que sumar que en esos poemas donde esboza episodios de su azarosa existencia se desdibujan las lindes entre experiencias vividas y ficción alegórica. Su vida se presenta como un relato de aventuras en verso poblado de dioses y criaturas mitológicas, por el que asoman taimados leguleyos, escritores de renombre, sanguinarios piratas, odaliscas de harén, obispos y reyes. Y en él no se sabe a ciencia cierta dónde acaba la realidad y dónde comienza el recurso literario.

Pero, aunque la trayectoria vital que traza, veraz o fantástica, resulte hoy asombrosa, no fue tan excepcional para su tiempo. De hecho, preludia la de Miguel de Cervantes pues, al igual que el universal creador del Quijote unas décadas más tarde, parece ser que Serón conoció traiciones, pobreza, batallas navales, esclavitud, redención, prisiones y destierros, antes de recibir la visita, al final de sus días, de la fama y los laureles.

En los manuales de literatura es habitual fechar el origen del Renacimiento en España a comienzos del siglo XVI e, incluso, considerar que la chispa prendió cuando el embajador de Venecia, Andrea Navagero (quien, por cierto, tras su visita a Zaragoza la consideró una “ciudad bellísima”, meritorio elogio en boca de un veneciano), convenció a Juan Boscán, en una tertulia mantenida en los jardines de la Alhambra en 1526, de que en sus poemas adoptase los metros del dolce stil novo, de moda en Italia.

Sin embargo, en la Corona de Aragón temas y composiciones habituales en la cultura grecorromana, así como nuevas formas poéticas, se iban abriendo paso desde mucho antes. En 1443 el soberano aragonés Alfonso V, tras lustros de combates en la zona, decidió establecer su Corte en Nápoles. Este monarca, entusiasta protector de las artes, se rodeó de un amplio séquito de humanistas entre los que sobresalieron Lorenzo Valla, Antonio Beccadelli (el Panormita), Jorge de Trebisonda y Giovanni Pontano. En Nápoles, todavía en el siglo XV, se llevaron a cabo traducciones de autores griegos y romanos, además de gestarse el Cancionero de Estúñiga, que reunió creaciones de rapsodas aragoneses, catalanes, valencianos, baleares y castellanos, junto a las de italianos.

Uno de ellos, el aragonés Juan de Villalpando, fue el primero de quien se tiene noticia en llevar al papel sonetos en castellano, si bien con versos de doce sílabas. Un poco después lo haría Íñigo López de Mendoza, el famoso marqués de Santillana, quien se crió literariamente en la Corte aragonesa. Estuvo al servicio de Fernando I y, después, ocupó el cargo de copero de su hijo, Alfonso V. Vinculado durante largo tiempo a los hermanos de este último (los infantes de Aragón evocados por Jorge Manrique: ¿Qué fue de tanto galán / qué de tanta invención / como trajeron?) y admirador confeso de Petrarca, en sus coplas “fechas al itálico modo” adoptó ya el endecasílabo, abriendo la puerta de ese modo a poetas posteriores como Garcilaso, cuya primorosa lírica nunca hubiera sido la que fue sin sus dos estancias en el reino de Nápoles (en 1522-1523 y en 1533).

El precoz “sabor a Italia” de raíz napolitana pronto tomó cuerpo en tierras aragonesas gracias a la proliferación de academias de humanidades (studi humanitatis). Frente a la enseñanza escolástica de las Universidades medievales, en poblaciones como Zaragoza, Uncastillo, Daroca, Calatayud y Alcañiz, se empezó a impartir una nueva educación, requerida por los dirigentes del naciente Estado moderno (regidores, legisladores, diplomáticos, docentes, funcionarios, etc.), que ponía un particular acento en el estudio de las lenguas y las letras clásicas.

En una de esas academias, en el colegio de los jesuitas de Calatayud (sobre su solar se levanta hoy la iglesia de San Juan el Real, con pinturas atribuidas a Goya), Antonio Serón aprendió latín, así como rudimentos básicos de Gramática, Retórica y Poética, bajo la atenta guía de Juan Franco. Su padre ocupaba el puesto de vicario en la administración ciudadana y había puesto un interés especial en su educación desde que vino al mundo en una fecha incierta, ya avanzado el siglo XVI.

Un temprano e inconveniente enamoramiento, junto a la inestabilidad política y el clima viciado que reinaban en la localidad, que se vio sacudida entre 1517 y 1522 por sangrientas refriegas armadas entre la nobleza y grupos de agricultores, artesanos y comerciantes (descritas por Serón con un tono homérico), movieron a su progenitor a enviarlo a Valencia para continuar con su formación. En la capital del Turia tuvo como maestro a Juan Ángel González y coincidió con otros poetas que ejercieron una notable influencia en sus composiciones, entre ellos Jaime Juan Falcón, quien mantendría ásperas disputas con otro humanista aragonés, el alcañizano Juan Lorenzo Palmireno.

Su plácida vida de estudiante junto al Mediterráneo, que añoró luego en sus rimas, se derrumbó cuando, al regresar a Calatayud para poner en orden los temas de la herencia tras el fallecimiento paterno, advirtió con estupor que el albacea testamentario, el jurisconsulto Antonio Calvo, le había desposeído de forma arbitraria de los bienes en depósito y que quedaba poco menos que en la indigencia (tal vez por ostentar la condición de hijo natural). Y después de acudir sin éxito a los tribunales y ver que vecinos y antiguos amigos le daban la espalda, se vio obligado a abandonar su ciudad natal sin recurso alguno.

Hay quien piensa que se alistó entonces en el ejército de Carlos I. No era raro en la época alternar la pluma y la espada, ya se tratara de miembros de la Corte, como los citados Jorge Manrique y Garcilaso (ambos fueron heridos de muerte en combate), o de figuras más alejadas del poder, como Cervantes, que perdió el uso de una mano en Lepanto tras recibir un disparo de arcabuz. Sin embargo, es más que probable que Serón, de haber participado en alguna campaña militar lo hubiese hecho constar en sus escritos (una vez magnificada e idealizada su intervención), donde encuentra un hueco todo suceso excepcional que vivió.

Él sólo señala que cuando todavía no había cumplido los treinta años y se dirigía hacia Italia por mar, su embarcación fue abordada por el corsario otomano Dragut, sobrenombre dado al célebre Turgut o Turgut Reis (reis significa almirante). Los turcos lo consideran, aún hoy en día, uno de sus grandes héroes. Le han dedicado una imponente estatua en Estambul y su localidad natal, en la costa de Anatolia, lleva con orgullo su nombre. Los españoles, por el contrario, lo tenían por un personaje abominable, de legendaria ferocidad, y así aparece retratado, por ejemplo, en Los trabajos de Persiles y Segismunda, novela cervantina en la que “azota a los remeros cristianos con el brazo muerto de otro cristiano cautivo”.

Lo cierto es que, en 1540, cuando apenas llevaba unos años surcando los mares, el navegante turco había sido apresado por Gianetti Doria, sobrino del almirante genovés Andrea Doria. Y pasó una larga temporada esclavizado como galeote o encadenado en una sucia mazmorra, una humillación que no ayudó a incrementar su afecto por los cristianos. No fue liberado hasta 1544, por Jeireddín Barbarroja, a quien sucedería en el mando de la flota corsaria, una vez satisfecho un descomunal rescate que los genoveses se vieron obligados a aceptar cuando 250 naves turcas pusieron cerco a su puerto.

Dragut no solía matar a sus “presas”, pues prefería obtener de ellas un beneficio económico. Llevó a Serón y al resto de sus compañeros a Estambul. Y allí fue vendido ante las puertas de la antigua basílica de Santa Sofía, reconvertida en mezquita, a un rico amo, quien lo puso al servicio de una de sus siete esposas, “blanca de piel, delgada, alta, de rostro apacible, ojos verdes, hermosa de cara, de seno redondo”.

Ésta, desatendida por un marido que sólo le dedicaba un día a la semana, según riguroso turno, se prendó del poeta (como Dido de Eneas). Los iniciales requerimientos de su dueña: “Tú eres mi dulce amor, tú mi placer exquisito, yo tu sierva, tú mi señor” no tardaron en convertirse en amenazas: “Créeme, en tus manos está tu vida. Volverás libre a España. Si desprecias mi amor, serás siempre mi esclavo”. Y ante tal disyuntiva, alguien que “no era tan ignorante en las cosas del amor”, alguien a quien “muchas veces habían solicitado mujeres hermosas”, ¿qué podía hacer?, “ni podía librarme de la esclavitud, ni ver en parte alguna ninfas tan propicias. El amor me conturbaba pues ¿quién ante una mujer así, joven y hermosa, que vencería a los brillantes del cielo, resistiría insensible y no respondería a la amante?”.

Rendido a los deseos de su propietaria, la muelle “esclavitud” de Serón (nada que ver con el terrible cautiverio de Cervantes en Argel años después) se prolongó durante un tiempo en una de las ciudades más fascinantes del mundo en aquel momento. Bajo el dictado de Solimán el Magnífico, la capital otomana vivía un apogeo político y cultural que dejaría huellas indelebles. Pero, con el correr de los meses, el aragonés comenzó a echar de menos su tierra y, sobre todo, su condición de poeta, pues había abandonado cálamo y tintero. Letraherido, convenció a un mercader veneciano para que le ayudara a huir. Y escondido en su navío pudo alcanzar la costa italiana.

Visitó Roma y poco después se instaló en Borja, bajo la protección del turiasonense Carlos Muñoz Serrano, clérigo y alto funcionario real que acabaría de obispo de Barbastro y a quien Serón dedicó varios poemas. El giro dado allí a su vida fue definitivo. Según cuenta, en un sueño se le apareció la Virgen y le aconsejó abandonar su sempiterno vagar y sus liviandades de juventud, además de vestir cogulla, ser morador del Carmelo y conducir el rebaño a “conocidos rediles” y “abrigadas sombras”.

Su vida conventual, sin embargo, resultó bastante efímera. Un sacerdote lo acusó de impío, disoluto, lascivo y hechicero (preparador de sortilegios amatorios) ante el obispo de Tarazona, Juan González de Munébrega, quien compatibilizaba ese cargo con el de inquisidor de Sevilla, donde fue flagelo de erasmistas y librepensadores durante décadas. Y, pese a proclamar su inocencia, acabó en un calabozo hasta oír la definitiva sentencia: destierro de la diócesis.

Inició en aquel momento un prolongado errar que le llevó, como profesor de Gramática y Retórica, a un sinfín de poblaciones de Andalucía, Castilla y Galicia, en ocasiones en condiciones de extrema precariedad. Hasta que a comienzos de la década de 1560 fue coronado por Felipe II con el título de “poeta laureado” (al parecer, a petición de las autoridades literarias de Calatayud). Gracias a ese galardón, su prestigio se incrementó de forma considerable y fue invitado a impartir docencia en Huesca, Zaragoza y Lérida, ciudad esta última donde se pierde su rastro alrededor de 1568.

Antonio Serón fue un poeta bastante prolífico. Sus obras llaman la atención por su estilo elegante, de métrica pulcra y precisa, y no pocos pasajes de notable inspiración, que hunden sus raíces en la poesía latina de tiempo de Augusto, una edad áurea marcada por autores de la envergadura de Virgilio, Horacio y Ovidio. Pero su característica más reseñable es que todas ellas están escritas en latín clásico. La zambullida en la Antigüedad alcanzó en Aragón tal profundidad que muchos de sus literatos sólo se expresaron en dicha “lengua muerta”. En ese terreno, en cantidad y en calidad, las letras aragonesas deslumbraron como ningunas otras durante todo el siglo XVI.

Su proyecto más ambicioso cristalizó en un extenso poema épico, en tres libros, Aragonia, en el que evoca la historia de Aragón, desde sus legendarios orígenes hasta la elección del conde barcelonés Ramón Berenguer como marido de Petronila, la única hija de Ramiro II el Monje. Su reconocible ideal se encuentra en la mítica fundación de Roma narrada por Virgilio en La Eneida. Y como el padre literario del héroe troyano, Serón sacrificó el rigor histórico en aras de la belleza poética, al contrario que su contemporáneo Jerónimo Zurita, quien en esa misma época hilvanaba sus Anales de la Corona de Aragón.

Además de ese magno texto, al que dedicó sus mayores afanes y tiempo, Serón escribió una serie de poemas de carácter narrativo o descriptivo, en su mayoría silvas y elegías (en la literatura latina, elegía es una composición que alterna un verso hexámetro y otro pentámetro, asociada a temas amorosos, lejos del luctuoso sentido actual). Se sirvió de ellos para dar a conocer líricamente fragmentos de su biografía, pero también para elogiar a algunos autores de su siglo, como Nebrija o Diego Ramírez Pagán (“el segundo Ovidio”), a quien debió de conocer en Valencia, así como para reprender a otros, en particular al navarro Jerónimo de Arbolanche, censurado asimismo por Cervantes en su Viaje al Parnaso.

Su crítica se convierte en social cuando recorre el infierno acompañado por su admirado Virgilio, tal como Dante en la Divina Comedia. Allí observa los tormentos que padecen politeístas, mahometanos y herejes, pero también cómo penan jueces venales, abogados codiciosos y eclesiásticos ávidos de poder o mujeriegos.

En uno de sus poemas más estimados describe la Calatayud de su niñez. Pocas ciudades españolas, si es que hay alguna, tienen la suerte de contar con un testimonio de primera mano de muchas de sus antiguas calles y de las gentes que las habitaban, ya que el poeta recorre las vías urbanas y detalla quiénes eran sus moradores, con nombres y apellidos, qué negocios las dotaban de vida y los festejos que en ellas se celebraban.


Y en dos cuestiones de interés se tiene a Serón por pionero. Fue el primero en versificar la historia de amor de Isabel de Segura y Juan Martínez de Marcilla, los “Amantes de Teruel”, cuyas supuestas momias fueron halladas en 1555. Y también aparece como precursor en el uso del gentilicio “bilbilitano”, que terminó imponiéndose con el tiempo a calatayubí o calatayucense, hasta entonces en uso.

Su pluma estuvo siempre guiada por “Cintia”, denominación que da a su musa. Se trata del mismo alias que Sexto Propercio, poeta latino contemporáneo de Augusto, empleó para enmascarar a su amada. E igualmente puso título a una colección de versos, Cintia, historia de dos amantes, firmada por uno de los más notables humanistas del siglo XV europeo, Eneas Silvio Piccolomini, más conocido como Pío II tras ser elegido papa, en 1458 (esa obra, que reúne veintitrés composiciones de tema erótico, tiene como protagonista a una joven de quien el futuro Sumo Pontífice se había enamorado cuando estudiaba en la Universidad de Siena; censurada con posterioridad por las autoridades eclesiásticas, vería la luz de nuevo a finales del siglo XIX).

En vida, Antonio Serón fue elogiado por su amigo Ramírez Pagán en su Floresta de diversa poesía (1562). Pero su muerte trajo de la mano un rápido olvido. Sólo algunos eruditos repararon en su figura y obra. Ya en el siglo XVII, el zaragozano Juan Francisco Andrés de Uztarroz lo citó en Aganipe de los cisnes aragoneses celebrados en el clarín de la fama, en el que pretendía congregar a los escritores patrios más sobresalientes. Y el sevillano Nicolás Antonio, que reunió nada más y nada menos que a todos los literatos hispanos desde Augusto hasta sus días, lo menciona en su Bibliotheca hispana nova.

El también zaragozano Ignacio Jordán de Asso fue el primero en publicar una selección de sus poemas, en 1781. Lo hizo en Ámsterdam, donde ejercía de cónsul español, con el título Antonii Seronis bilbilitani carmina. En su tarea es probable que se valiera del manuscrito hoy guardado en la Biblioteca Nacional con el número 3663 y que con anterioridad fue posesión de Bartolomé Morlanes, capellán de la basílica del Pilar. Unos años más tarde, Félix Latassa recogió su nombre, al que sumó escuetos datos biográficos, en su Biblioteca de escritores aragoneses.

Pese a su evidente calidad y a que ha sido traducido hace escasas fechas por José Guillén Cabañero, en nuestros días nadie se ocupa en leer a Serón. Tanto los latinistas, cuyo interés se circunscribe a la Antigüedad, como los estudiosos del Renacimiento, ocupados en analizar los textos en castellano, lo ignoran. Como consecuencia, se ha instalado en tierra de nadie, en el limbo, en compañía de otros aragoneses que durante el siglo XVI escribieron en la lengua de Cicerón. Bueno, o ahí estaba hasta que el papa Benedicto XVI decidió suprimir el limbo.

Para saber más:
-Pérez Lasheras, Antonio: La literatura del reino de Aragón hasta el siglo XVI, Zaragoza, Ibercaja-DPZ, 2003.
-Sánchez Portero, Antonio: Noticia y antología de poetas bilbilitanos, Calatayud, Imp. Tipo Línea, 1969.
Segunda Noticia y antología de poetas bilbilitanos, Calatayud, Centro de Estudios Bilbilitanos, 2005.
-Serón, Antonio: Obras completas de Antonio Serón (2 vols., ed. José Guillén), Zaragoza, IFC, 1982.
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