martes, 5 de noviembre de 2013

Emilio Bonelli, el creador del Sáhara Español

A finales de 1975, mientras Franco agonizaba, los televisores de todo el país, todavía en blanco y negro, prestaban constante atención a la llamada “Marcha Verde”, un bíblico éxodo de civiles orquestado por la monarquía marroquí para ocupar los territorios saharauis hasta entonces bajo autoridad española. La sagaz estratagema de Hassan II, que aprovechaba el vacío de poder que en ese momento reinaba en la política nacional, dio sus frutos de forma inmediata y a través de la “Operación Golondrina” todos los residentes españoles fueron evacuados de la región en un tiempo récord. La atropellada retirada, que abandonó a su suerte a los naturales de la zona, fue absoluta (hasta los cadáveres de los cementerios fueron recogidos). El último núcleo urbano en ser desalojado fue Villa Cisneros, el 9 de enero de 1976. Curiosamente, esa había sido también la primera fundación española en el Sáhara, casi un siglo antes, producto de la obstinación de un zaragozano singular, Emilio Bonelli.

Durante la segunda mitad del siglo XIX África se convirtió en el escenario principal de míticas expediciones. Toda una legión de novelescos aventureros europeos, coronados por un salacot y apoyados por Sociedades Geográficas, se adentraron en el entonces continente misterioso en busca de legendarias ciudades tragadas por las dunas, las fuentes del Nilo o civilizaciones perdidas cuyos restos custodiaban feroces tribus o fieras salvajes.

Al carro de ese heterogéneo grupo de exploradores, científicos, misioneros y cazadores de tesoros, en su mayoría británicos o franceses, se subió en marcha Emilio Bonelli. Sus huellas aparecen hoy borrosas pero fue él, gran conocedor del Magreb, quien fundó las primeras colonias españolas en el Sáhara y quien, más tarde, recorrió impenetrables selvas y caudalosos ríos para fijar los límites de Guinea Ecuatorial.

Su padre, Eduardo Bonelli, un ingeniero agrónomo italiano amigo de los viajes, se había domiciliado en la capital aragonesa mediada la centuria. Allí conocería a Isabel Hernando, con quien contrajo matrimonio. En noviembre de 1855 nació Emilio, bautizado en la parroquia de San Gil y cuya infancia quedó truncada por la temprana muerte de su madre. Tras el fallecimiento, la familia abandonó Zaragoza para establecerse en Marsella durante unos años, que al chico, con facilidad para los idiomas, le sirvieron para aprender francés e italiano.

A continuación se trasladó al Norte de África. Argel y Túnez fueron las primeras etapas de un periplo que finalizaría en Tánger, donde un hermano de su padre regentaba una farmacia. Éste tuvo que hacerse cargo del muchacho cuando su progenitor falleció, víctima del cólera, en 1869. Para entonces, Emilio se hallaba ya perfectamente integrado en la vida del país. Vestía chilaba y babuchas, estaba al tanto de las costumbres y se manejaba en la lengua local sin problemas. Poco después, su dominio del idioma le permitió afincarse en Rabat y ganarse la vida de intérprete para el consulado de España.

Al ser llamado a filas, decidió seguir la carrera militar e ingresó en la Academia de Infantería de Toledo. Durante sus estudios castrenses, solventó como pudo sus problemas económicos con traducciones y la ayuda de algún compañero. Ya como alférez, fue destinado a Madrid y consiguió un sobresueldo estable como contable en el Ayuntamiento. Esto le permitió regresar con cierta frecuencia al Norte de África y sumergirse en la vida cotidiana de distintas poblaciones de la zona.

En 1882, tras recibir una jugosa recompensa económica de la corporación municipal por desenmarañar intrincadas partidas presupuestarias, Bonelli pidió una licencia temporal y viajó durante meses por la cuenca del río Sebú y la región de Garb, además de visitar las ciudades de Fez y Mequínez, al igual que unos años antes había hecho José María Murga Mugartegui, el llamado “moro vizcaíno”. A su vuelta, dio una conferencia en la sede de la Sociedad Geográfica de Madrid, animada por Joaquín Costa, que le dio a conocer entre los interesados por el continente africano.

A comienzos de 1884, informado de los problemas que sufrían los pesqueros canarios en las costas atlánticas del Sáhara, pues eran acosados cuando buscaban refugio, propuso a Genaro de Quesada, ministro de la Guerra y veterano de la campaña de Marruecos de 1859-1860, ocupar la zona y establecer varias bases fijas, con objeto de brindarles protección y puntos de aprovisionamiento. Éste rechazó el proyecto, pese a que venía avalado por la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas. Pero Bonelli, tenaz, no tiró la toalla y porfió hasta conseguir audiencia con el presidente del Gobierno, Cánovas del Castillo.

Si bien el máximo dirigente del Partido Conservador acogió con cautela la empresa, puso a disposición del aragonés 7500 pesetas, una cantidad meramente testimonial procedente de los fondos reservados, para que intentara ponerla en marcha. Si no cristalizaba, tampoco sería mucha la pérdida y el Gobierno podía darse por no enterado y lavarse las manos.

Es probable que Cánovas viera la oportunidad de que España, de forma discreta y apenas sin coste, se sumara a otras naciones europeas, que en ese momento se repartían África sin pudor con el fin de apropiarse de sus inmensas riquezas naturales. Aunque hoy resulte algo inconcebible, para reclamar la soberanía sobre un territorio africano en aquella época solo había que comprobar que no había otra potencia colonial en el lugar, ocuparlo de forma efectiva, es decir, establecer guarniciones militares o puestos comerciales, y comunicar dicha ocupación con carácter oficial en los medios internacionales. Este “derecho”, que refrendó la Conferencia de Berlín (1884-1885), no tenía en cuenta a la población local, gentes primitivas a quienes llevar la civilización. Bastaba tan sólo con suscribir algún tratado, de buen grado o por la fuerza, con sus elites dirigentes, los únicos nativos que obtenían beneficios del convenio.

Una vez recibido el plácet, Bonelli marchó rápidamente a Canarias, pues existía el temor de que un explorador británico, el escocés Donald Mackenzie, instalase factorías en la zona y demandase su posesión. Allí preparó sin tardanza la expedición con la ayuda de la Compañía Mercantil Hispano-Africana y la Sociedad de Pesquerías Canario-Africana, que le proporcionaron diversas mercancías y materiales de construcción. Y a bordo de la goleta Ceres, se encaminó hacia la costa saharaui.

En noviembre de 1884 atracó en la llamada península de Río de Oro (que carecía tanto de río como de oro), junto a un pontón que la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas había instalado unos meses antes para que sirviese de muelle y almacén. El enclave era un puerto natural, con pozos de agua potable en las cercanías, visitado por tribus nómadas y ajeno a la jurisdicción del sultán de Marruecos.

En solo unos días fue edificada una caseta de madera en la que se izó la bandera española, la primera construcción de un asentamiento bautizado con el nombre de Villa Cisneros (hoy Dajla) en homenaje al confesor de Isabel la Católica, promotor de la conquista de Orán en 1509.

Lo mismo hizo en las siguientes semanas en puntos más al norte y más al sur. En el golfo de Cintra fundó Puerto Badía, en recuerdo del arabista y aventurero Domingo Badía. Y en el cabo Blanco, Medina Gatell conmemoró al tarraconense Joaquin Gatell (ninguno de los dos establecimientos prosperaría y serían pronto abandonados).

Bonelli entró inmediatamente en conversación con varios jefes de tribus locales, con quienes acordó poner bajo protectorado español la franja costera en la que se habían levantado las instalaciones, germen del futuro Sáhara Español. En dichas negociaciones resultó clave la figura del zaragozano. Tenía mano izquierda, era generoso con los regalos, consideraba sagrada la hospitalidad, conocía el Corán, no dudaba en vestir la indumentaria local y se acompañaba siempre de su tetera y su pipa de kif. Además, entendía la hassanía, el dialecto árabe usado en la zona.

Como el propio Bonelli dejó en papel: “el objetivo principal de este viaje por tan áridas comarcas, desconocidas del mundo civilizado, consistía en asegurar para mi patria la explotación de aquellos bancos de pesquerías, que algunos escritores, mucho más competentes que yo en esta industria, aseguran ser muy superiores en calidad y abundancia de peces á los famosísimos de Terranova”.

También se pretendió abastecer de agua y carbón a los barcos que lo necesitaran, además de potenciar el comercio con los nómadas y hacer que algunas caravanas se desviasen de su camino habitual, transahariano, para intercambiar animales o géneros exóticos como oro, marfil, pieles o plumas de avestruz por alimentos, azúcar, té y manufacturas españolas. El éxito de esas últimas iniciativas fue, sin embargo, muy escaso. Aunque comenzaron a circular tímidamente duros con la efigie de Isabel II (sabil) y Alfonso XII (fonsus), el comercio de trueque mantuvo su primacía. La región era paupérrima y estaba muy alejada de las rutas del gran comercio, que nunca se asomaron por el territorio ocupado.

No se pretendió sojuzgar militarmente el lugar, “civilizar” a los saharauis, imponerles leyes o convertirlos al cristianismo, como se hacía en otros puntos del continente. En todo momento se respetó su autogobierno, así como sus costumbres y tradiciones.

A pesar de ello, en los primeros años hubo algunos roces e incluso enfrentamientos con tribus despechadas, en busca de botín, que habían quedado al margen de los tratados. El primero, en 1885, cuando Bonelli visitaba la Península para dar cuenta de sus actividades y ser nombrado nada más y nada menos que Comisario Regio para África Occidental. Villa Cisneros fue saqueada y hubo varios muertos. Su regreso a toda prisa, acompañado de un pequeño destacamento militar, apaciguó la situación y, con ayuda de nativos leales, recompuso el orden.


Se planificaron entonces expediciones hacia el interior del desierto, hacia el Sur y hacia el Norte, y se suscribieron nuevos pactos de amistad. Poco a poco, el dominio se fue extendiendo y consolidando, aun cuando en el Gobierno español no sobraban ni los recursos ni el interés por el territorio sahariano.

Bonelli, sin embargo, ya no dirigiría las operaciones principales desde el puesto de mando. Su inesperado éxito, que cogió a todos por sorpresa, había llamado la atención tanto dentro como fuera de España.

Claudio López Bru, segundo marqués de Comillas, lo “fichó” para su Compañía Trasatlántica, un verdadero imperio naviero puesto en pie por su padre, el primero en ostentar el título nobiliario. En junio de 1886 cesó como Comisario Regio y unos meses más tarde emprendió viaje hacia la Guinea española.

Durante tres años, en colaboración con Enrique D'Almonte y con vistas a su explotación económica, reconoció y cartografió varias de sus islas y la parte continental de Guinea Ecuatorial, explorada sólo unos años antes por el vitoriano Manuel Iradier. Remontó la cuenca del río Muni y las de sus afluentes el Noya, el Utamboni, el Bañe, el Utongo y el Congüe, además de las de los ríos Benito y Campo. Después, levantó una factoría en la isla de Elobey Chico.

Según algunas fuentes, a su regreso a España la Royal Geographic Society de Londres, dados sus amplios conocimientos del Sáhara occidental, le encargó la búsqueda de la expedición del coronel Paul Flatters. El militar francés había partido en diciembre de 1881 de Ouargla, en el sur de Argelia, al frente de un numeroso convoy con la intención de abrir una ruta entre el Mediterráneo y el Atlántico a través del desierto. Dos meses después de su salida la caravana fue asaltada por los tuaregs, que no dejaron supervivientes. Parece ser que Bonelli dio con los restos de la columna y los hizo llegar a Londres a excepción hecha del podómetro personal de Flatters, que le fue obsequiado como recuerdo.

Su reconocido prestigio le permitió dar numerosas conferencias y llevar a la imprenta varias publicaciones sobre sus viajes antes de su fallecimiento, en 1926. Llegó a dirigir la Compañía Mercantil Hispano-Africana y como representante de la Real Sociedad Geográfica participó en los congresos comerciales hispano-marroquíes celebrados en 1907 (Madrid), 1908 (Zaragoza), 1909 (Valencia) y 1910 (Madrid).

Varios de sus hijos también eligieron la vida castrense. Uno de ellos, Juan María Bonelli Rubio, fue gobernador de Guinea Ecuatorial en la década de 1940. Como máximo responsable político de la colonia, secundó a los docentes indígenas que solicitaban la equiparación laboral con los funcionarios españoles. Y al igual que al inspector general de educación, ese apoyo le costó el puesto, una decisión que alimentaría los primeros brotes independentistas en la región.


Para saber más:
-Ballano, Fernando: Españoles en África, Madrid, Tombooktu, 2013.
-Bonelli Hernando, Emilio: Observaciones de un viaje por Marruecos, Madrid, Fortanet, 1883.
El Sáhara: descripción geográfica, comercial y agrícola, desde Cabo Bojador a Cabo Blanco, viajes al interior, habitantes del desierto y consideraciones generales, Madrid, Tip. de I. Péant e hijos, 1887.
Un viaje al Golfo de Guinea, Madrid, Fortanet, 1888.
-Bonelli Rubio, Juan María: Emilio Bonelli Hernando: un español que vivió para África, Madrid, s. n., 1947.
-Fernández-Aceytuno, Mariano: Ifni y Sáhara, una encrucijada en la historia de España, Dueñas, Simancas, 2001.
-Fernández Rodríguez, Manuel: España y Marruecos en los primeros años de la Restauración, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1985.
-García, Alejandro: Historias del Sáhara. El peor y el mejor de los mundos, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2001.
-Martín, Jos: Exploradores españoles olvidados del siglo XIX, Madrid, TF, 2001.
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