martes, 15 de octubre de 2013

Roque Joaquín de Alcubierre, el descubridor de Pompeya y Herculano

¿Quién no ha oído hablar de Pompeya? Salvo la propia capital, no existe ninguna otra ciudad, de las cientos que florecieron en la Antigüedad bajo el control político de Roma, que haya alcanzado la popularidad que hoy tiene en cualquier parte del globo la localidad de la bahía de Nápoles. Incontables enjambres de turistas la recorren a diario. Y todo el mundo, además, está al corriente de su trágico fin.

Pompeya no fue una gran metrópoli sino una urbe de tamaño medio, similar a otras muchas. Y ni siquiera sus ruinas son las más majestuosas entre las conservadas, pues se han hallado restos de mayor monumentalidad y extensión a orillas del Mediterráneo (basta con visitar Leptis Magna,  Djémila o Timgad, en el Norte de África, para comprobarlo). Sin embargo, tanto Pompeya como sus vecinas, en especial Herculano, poseen unas características distintivas que las dotan de un valor especial.

Un cataclismo interrumpió abruptamente el discurrir de su existencia un verano del año 832 desde la fundación de Roma, esto es, el año 79 del calendario cristiano actual, cuando todavía estaban calientes, ironías del destino, las brasas de las grandes hogueras con las que sus pobladores acababan de celebrar las Vulcanalias, fiestas dedicadas a Vulcano, esposo de Venus y dios del fuego, la forja y los volcanes —si bien hace escasas fechas se ha descubierto que la catástrofe tuvo lugar en octubre y no en agosto, como se creía hasta ahora—.

Como contrapartida, ese apocalipsis que las devastó les proporcionó un cobijo estable y permitió que, en parte, se conservaran tal y como estaban en el momento de la tragedia. Calles, viviendas, comercios, oratorios, zonas de ocio, estatuas, pinturas y grafitis, muebles, utensilios de uso cotidiano, joyas y hasta la huella dejada por los cuerpos de algunos de sus habitantes y de sus mascotas, a los que no dio tiempo de huir, permanecieron durante siglos preservados en una “cámara sellada”, bajo tierra, a salvo del despiadado paso del tiempo.

Y allí seguirían, como lugares de leyenda, si no hubiese sido por la tenacidad de un zaragozano, Roque Joaquín de Alcubierre, quien las localizó y devolvió a la luz.

En una carta, un testigo ocular, Gayo Plinio Cecilio Segundo, conocido hoy como Plinio el Joven, narró con detalle la catástrofe a su amigo y gran historiador Cornelio Tácito, así como la muerte de su tío. Éste, el mayor naturalista del mundo antiguo, al que se da el sobrenombre de Plinio el Viejo para diferenciarlo de su sobrino, había acudido a evacuar a los supervivientes al mando de la flota romana emplazada en la zona.

Según Plinio, tras unos pequeños temblores de tierra, el noveno día antes de las calendas de septiembre (24 de agosto) una colosal columna de humo procedente del Vesubio ascendió a los cielos. A continuación, comenzó una densa lluvia de piedras volcánicas y ceniza que ocultó el sol. Durante horas, cubrió toda la comarca, hundió tejados y colapsó vías y caminos. Finalmente, grandes nubes de gases ardientes  y materiales en suspensión que se movían a nivel del suelo (oleadas de flujo piroclástico) abrasaron todo lo que encontraron a su paso.

Cuando el volcán se serenó, Pompeya, Herculano, Estabia, Oplontis y otros asentamientos menores habían desaparecido de la faz de la tierra. El emperador Tito, que sólo llevaba un par de meses en el poder, envió rápidos auxilios, donó dinero para las víctimas y hasta se personó en el lugar. Pero muy poco se pudo hacer. Durante un tiempo, antiguos habitantes y saqueadores intentaron recuperar objetos de algún valor. Después, el recuerdo de las ciudades sepultadas se fue haciendo cada vez más difuso hasta acabar por perderse. Como único testimonio de lo sucedido sólo quedaron las cartas de Plinio.

Diecisiete siglos más tarde un ingeniero militar nacido en Zaragoza, en 1702, se afincó en la región. No se sabe la fecha con certeza, pero es más que probable que fuera durante la segunda mitad de 1734, una vez que el reino de Nápoles retornó a manos españolas. Tras la batalla de Bitonto, en mayo de ese año, los soldados del conde de Montemar doblegaron los últimos focos de resistencia austriaca y fue entronizado un hijo del monarca español Felipe V, que pasó a reinar con el nombre de Carlos VII de Nápoles (el mismo que en 1759, al morir sin descendencia sus hermanos mayores Luis I y Fernando VI, abandonaría la corona napolitana para ceñir la española y convertirse en Carlos III).

Roque Joaquín de Alcubierre había recibido su primera formación a orillas del Ebro. Y en cuanto tuvo edad para ello, al parecer bajo la protección del conde de Bureta, se unió como voluntario al Real Cuerpo de Ingenieros Militares, creado en 1711. A las órdenes de Esteban Panón y de Andrés Bonito y Pignatelli, pasó por varios destinos, entre los que figuraron  Gerona y Valsaín, antes de trasladarse a la Corte. Allí intentó ser admitido de forma definitiva en la oficialidad del Cuerpo de Ingenieros. Pero su complicado carácter y rencillas internas se lo impidieron.

Al ser enviado a Nápoles Andrés de los Cobos, su superior en ese momento, Alcubierre, a quien su jefe inmediato tenía en alta estima, le acompañó. El primer documento que certifica su presencia en el Sur de Italia data de enero de 1736.

Dos años después y ya, por fin, con los galones de capitán, se hallaba enfrascado en la nivelación de los terrenos aledaños a un pabellón de caza para el rey, en Portici, cuando le llamó poderosamente la atención la gran cantidad de objetos antiguos que surgían diseminados, a pocos centímetros de la superficie. Un amigo del lugar, el cirujano Giovanni de Angelis, le confirmó la constante presencia de materiales romanos. Al mismo tiempo, le llegó la noticia de que unos años antes, durante el dominio austriaco, al cavar un pozo en una finca cercana por orden de Manuel Mauricio de Lorena, príncipe D’Elbeuf, se habían encontrado lo que parecían vestigios arquitectónicos, junto a mármoles labrados y otros restos menores.

Todo ello le hizo sospechar que la tierra albergaba tesoros escondidos y pidió permiso para iniciar una búsqueda más exhaustiva. No hay que olvidar que desde el Renacimiento las piezas de arte griegas y romanas estaban muy cotizadas y existía un floreciente mercado para coleccionistas, copado por las familias más adineradas, en el que abundaban las falsificaciones (hasta Miguel Ángel, en su juventud, labró varias estatuas que luego enterró y “avejentó” para poder venderlas a mejor precio). Tras mucho insistir, obtuvo la autorización del propio monarca en octubre de 1738 y, con la ayuda de tres peones, se puso manos a la obra.

En aquel entonces, ni la Arqueología ni sus métodos científicos existían todavía. El penoso trabajo de Alcubierre y sus hombres se asemejaba al de los mineros en busca de metales o piedras preciosas. Excavaban pozos y a partir de éstos abrían galerías subterráneas, en muchas ocasiones en terrenos “petrificados” donde llegaban a emplear explosivos para abrirse paso. A medida que iban avanzando, las galerías se estrechaban y se hacían más inhóspitas, por la humedad y, sobre todo, el humo de las antorchas con las que se alumbraban. Al lugar de la excavación sólo se podía acceder por el pozo. Tanto hombres como materiales ascendían y descendían atados a una soga, con la ayuda de un cabestrante.

Por suerte, los resultados no se hicieron esperar. Bronces, lápidas, estatuas de diferentes tamaños... comenzaron a abandonar su apacible refugio en un flujo interminable y multiplicaron el interés del monarca, que decidió aumentar el número de operarios. Alcubierre, a su vez, fue obligado a llevar un diario donde rendir puntual cuenta de los avances y de todos y cada uno de los hallazgos, que debían ser descritos de forma meticulosa y dibujados. A éste se añadían informes periódicos y alguno más, suplementario, en caso de dar con elementos de una calidad extraordinaria.

No tardó en ser localizado un muro, que se pensó era de un templo campestre. Sin embargo, poco después, la inscripción de una lápida reveló que pertenecía a un teatro, el teatro de la ciudad de Herculano, una de las mencionadas en las cartas de Plinio el Joven.

El entusiasmo se desató. Cada nueva galería ofrecía descubrimientos más asombrosos que la anterior. Con el fin de aligerar las tareas, un grupo de presos se sumó a los trabajos. Apareció la basílica, lugar destinado a la administración de justicia y las transacciones financieras. Y aparecieron, una tras otra, viviendas engalanadas con increíbles mosaicos y pinturas murales. Una de ellas, la villa de los Papiros, custodiaba 1.785 manuscritos con textos latinos y griegos, la mayoría hasta entonces desconocidos.

El prestigio de Alcubierre como director de la excavación aumentaba pero su salud se fue minando, maltratada por la aspereza de su cometido. Perdió todos sus dientes y su vista se vio gravemente afectada. Agotado y enfermo, tuvo que abandonar temporalmente su quehacer entre 1741 y 1745. En su ausencia disminuyeron los hallazgos, por lo que en cuanto recobró la energía, ya con el grado de teniente coronel, volvió a su puesto y con él retornaron los resultados espectaculares.

En 1748 fue informado de que a unos kilómetros de donde excavaban también era frecuente que emergieran durante tareas agrícolas abundantes objetos antiguos y que los lugareños aprovechaban las piedras talladas que encontraban para levantar sus propias edificaciones. Decidió entonces solicitar permiso al ministro de Estado para iniciar nuevas búsquedas en esa zona y, en cuanto tuvo el beneplácito real, puso en marcha la empresa.

Su intuición y dedicación pronto dieron fruto y un nuevo rosario de objetos fascinantes se encaminó hacia el Museo Real de Portici, donde todo, sin excepción alguna, debía ser catalogado y estudiado. Alcubierre creía haber dado esta vez con la ciudad de Estabia. Pero estaba equivocado. En 1763 sería desenterrada una inscripción que daba nombre a la localidad. Se trataba, nada más y nada menos, que de Pompeya, la mayor de cuantas había devorado la furia del Vesubio.

El celo de Alcubierre por su tarea y su eterna curiosidad le impulsaron a implicarse en la resurrección de nuevos enclaves. Se sabe que excavó la villa del político, historiador y literato Gayo Asinio Polion en Sorrento y también que trabajó en algún momento de su carrera en EstabiaPozzuoli, Capri y Cumas. Pero sus innumerables éxitos se vieron salpicados por malentendidos, envidias y rivalidades de algunos de los funcionarios que tenía bajo su severo mando.

Esos reproches se sumaron a diversas críticas académicas. Atraídos por la desbocada fama del lugar, numerosos eruditos visitaron las excavaciones pero poco pudieron ver, pues el acceso estaba muy restringido. Uno de los más acreditados, Johann Joachim Winckelmann, considerado en la actualidad el padre de las modernas Arqueología e Historia del Arte, muy enfadado, censuró abiertamente y con extrema dureza el secretismo y los “primitivos” métodos del aragonés. Lo que no impidió que éste siguiera al frente de los trabajos hasta su muerte, en 1780, una ocupación absorbente que compaginó, no obstante, con sus obligaciones militares. En 1772 había sido ascendido a brigadier e ingeniero jefe de los ejércitos del rey, así como gobernador del castillo del Carmen, adosado a la muralla aragonesa de Nápoles. Y cinco años después fue nombrado mariscal de campo.

A pesar de vivir cautivo por su labor día y noche durante décadas, de revelar al mundo tesoros de incalculable valor y de ser el principal responsable de que hoy podamos viajar en el tiempo hasta los años de esplendor del Imperio Romano, este primitivo “Indiana Jones” aragonés, que acabaría abandonado en la cuneta de la historia, nunca se aprovechó de su posición para lucrarse. Tras su fallecimiento, su viuda se vio obligada a solicitar ayuda económica a las autoridades y, en atención a los servicios prestados, recibió una pensión vitalicia de 150 ducados anuales, renta que sólo alcanzó a la familia para seguir residiendo, en honrada pobreza, en una humilde vivienda de Nápoles.


Para saber más:
-FERNÁNDEZ MURGA, Félix: Carlos III y el descubrimiento de Herculano, Pompeya y Estabia, Salamanca, Universidad, 1989.
-Blog de viajes Pasaporteblog.com: http://www.pasaporteblog.com/pompeya/

4 comentarios:

  1. me ha encantado y me ha ayudado mucho con mi charla para el cole

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  2. Buenos días,
    La fotografía que están usando tiene derechos de autor. Por ello les agradecería que a píe de fotografía citaran la fuente como
    Blog de viajes Pasaporteblog.com
    Y lo enlazarán al post de la fotografía:
    http://www.pasaporteblog.com/pompeya/
    Quedo a la espera de su confirmación,
    Un saludo cordial desde Valencia,
    Pau Klein

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    Respuestas
    1. Hola, buenos días
      No sé muy bien cómo poner un pie de foto. El programa es bastante limitado y yo también. Si le parece bien, incorporo su blog a la bibliografía, con el correspondiente enlace, para "arreglar" el tema. Si no está de acuerdo con el apaño, me lo dice y cambio la foto por una mía. Tengo bastantes de Pompeya hechas por mí, pero están en papel, no son digitales, y cuando redacté la entrada, hace casi tres años, tenía el escáner estropeado (ya tengo otro). Ya me dirá lo que sea cuando pueda.
      Las fotos de su blog son estupendas.
      Un cordial saludo y lo siento.
      FICO RUIZ

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