lunes, 23 de septiembre de 2013

Marcelino Orbés, el cómico más famoso del mundo

Una mañana de noviembre de 1927 Essie Goodman, una criada negra de un modesto hotel de Manhattan, entró a limpiar la habitación de uno de los huéspedes. Encontró a éste arrodillado frente a la cama, de espaldas, y salió sin hacer ruido, pues creyó que rezaba. Unas horas más tarde regresó, lo vio en la misma postura y se fijó mejor. Sobre la colcha, un confuso conjunto de trajes y fotos de payasos enmarcaba una gran mancha de sangre. Ese taciturno tipo con acento de cockney londinense se había pegado un tiro en la cabeza. El policía que acudió a la llamada se quedó un momento mirándolo y preguntó su identidad. Quince años antes no hubiese sido necesario. Todo Nueva York lo conocía. Su cara y su nombre destacaban omnipresentes en multitud de letreros luminosos, carteles callejeros, periódicos, revistas y hasta protagonizaban tebeos que devoraban con los ojos los niños. El muerto era Marceline, el cómico más famoso del mundo.

Hace algunas fechas varios artículos, en particular del periodista del Heraldo de Aragón Mariano García, así como un cortometraje documental, resucitaron el recuerdo de ese legendario actor burlesco, que marcó a toda una generación, la más brillante de la escena cómica. Buster Keaton llegó a decir de él: “es el payaso más grande que nunca vi”. Pero en quien más influyó, seguramente, fue en Charles Chaplin, que modeló un personaje universal, Charlot, que compartía con Marceline algo más que los zapatones, el pantalón ancho, el sombrero y el bastón. De niño lo vio actuar en Londres y se las arregló para intervenir en uno de sus números, disfrazado de gato. En 1918, ya célebre, Chaplin viajó a Los Ángeles para ver a su ídolo, que trabajaba en el circo Ringling Brothers, pero de su gloria y oropeles nada quedaba. Marceline, que renegaba del calificativo de payaso, era sólo eso, un payaso del montón, uno más de los que corrían sin ton ni son por la pista, al igual que pollos sin cabeza, como telón de fondo a la actuación principal. Lo fue a saludar a los camerinos, pero Marceline, ensimismado, no lo reconoció y lo trató con frialdad. En su funeral, costeado por el sindicato de actores, llamaría poderosamente la atención una gran corona de flores con el nombre de Charles Chaplin.


A pesar de que tejió un tupido velo de fábulas para revestir su humilde origen (durante un tiempo se pensó que era francés o inglés), hoy se sabe que tras la cara pintada de Marceline se ocultaba Isidro Marcelino Orbés Casanova, nacido en Jaca, en mayo de 1873. Hijo de un peón caminero analfabeto, durante su infancia pasó largas temporadas en Zaragoza, ciudad de donde procedía su familia paterna. Fue seguramente en la capital aragonesa donde entró en contacto con la vida circense. Muy joven, se enroló en el circo Alegría como acróbata. De las giras por España pasó a recorrer Europa y una de sus actuaciones fue vista por un ojeador del británico circo Hengler, que no tuvo que hablar mucho para convencerle de que haría carrera al otro lado del canal de la Mancha.

Parece ser que varios accidentes como volatinero terminaron por encaminar definitivamente su quehacer cotidiano hacia la actuación cómica. Y en poco tiempo se hizo muy popular en Londres. Entre 1900 y 1905 fue considerado una de las atracciones más sugerentes de la capital inglesa y hasta el rey Eduardo VII fue a ver su espectáculo. Llegó a compartir cartel con los hermanos Fratellini, clowns adorados en toda Europa, con la mítica bailarina Anna Pavlova y hasta con el mismísimo Houdini. Sus pantomimas mudas eran ensalzadas y su éxito corría de boca en boca. En una de ellas, como recordaba con arrobo Chaplin, la arena del circo se inundaba de agua y decenas de chicas se sumergían en ella. El cómico jacetano, sentado en un taburete, las iba pescando con una caña en cuyo anzuelo colocaba falsas joyas.

Su fama atravesó océanos y en 1905 abandonó Londres para desesperación de sus admiradores británicos, al ser llamado por el recién construido Hipodromme de Nueva York. Con aforo para más de 5.000 espectadores, se había convertido en el mayor coliseo, con mucha diferencia, de Broadway, la meca del espectáculo. Una carpa gigantesca, con capacidad para albergar un tanque de agua de cristal adornado con una cascada, era iluminada por más de 25.000 bombillas. Ese teatro, el más grande y caro del mundo, una moderna maravilla arquitectónica, necesitaba al artista más cotizado del momento para su puesta en marcha. Y ese era Marceline, quien a su llegada firmó un contrato estelar: mil dólares semanales por tiempo indefinido.

Su triunfo fue delirante. Durante nueve temporadas seguidas, “el hombre más divertido de la tierra”, como anunciaba The New York Times, fue el indiscutible cabeza de cartel. Su simple aparición en escena ya provocaba las primeras risas. Un crítico escribió: “parte de su atractivo reside en su expresión de desconcierto, como si la vida lo dejara siempre perplejo”. Su personaje, tan bien intencionado como torpe, arrancaba estruendosas carcajadas cada vez que intentaba ayudar a alguien, enlazando chaplinescos tropezones y enredos hasta la catástrofe final.

Solo o en compañía de otro cómico de leyenda, Frank “Mechas” Oakley, quien también se suicidaría, en su caso por un desengaño amoroso, protagonizó paródicas aventuras en la selva, combates de boxeo, ataques de indios a diligencias, partidos de béisbol, regatas, terremotos, vuelos en dirigible, etc. Marceline era tan admirado que la Winthrop Moving Picture filmó una actuación suya en 1907 de la que sólo se conservan unos pocos segundos, como una de las grandes joyas del celuloide, en la Librería del Congreso de los Estados Unidos.

Sin embargo, a finales de la década el Hippodrome comenzó a languidecer. Las magnas producciones resultaban muy caras y los gustos evolucionaban rápidamente. La imparable expansión del cine le dio la puntilla. No tardó mucho en cambiar de dueños y de política. Marceline intentó entonces montar su propio espectáculo, pero fracasó. Invirtió en inmuebles y puso en funcionamiento dos restaurantes. Volvió a fracasar. Su divorcio le puso la guinda al pastel.

No le quedó otro remedio que volver a los escenarios, en papeles secundarios, en diferentes compañías que recorrían el país. Más tarde, actuó en pequeñas salas de fiestas y bares. Al final, ni siquiera eso.

Aun cuando las apoteósicas ovaciones recibidas quedaban ya muy lejos, su muerte no pasó desapercibida. The New York Times y The Washington Post llevaron el suceso a sus portadas y la revista Time le brindó una extensa crónica. Esas fueron las últimas páginas que se le dedicaron en exclusiva a Marceline, el sin par aragonés, hasta su efímera “resurrección”, hace sólo unos años.

Su tumba se puede visitar en el cementerio de artistas de Kensico, a una hora en coche de Manhattan, si no hay mucho tráfico. Junto a él descansan en paz otras personalidades de renombre, como el músico ruso Serguei Rajmáninov, los actores Danny Kaye y Anne Bancroft, o el padre de Robert de Niro, reputado pintor expresionista abstracto. En 2011 una colección de grabados de Julio Zachrisson, panameño afincado en España, le rindió homenaje en Fuendetodos.

Para saber más
-Chaplin, Charles: Mi autobiografía, Madrid, Debate, 1993.
-Clarke, Norman: The mighty Hippodrome, Nueva York, AS Barnes and Co., 1968.
-García, Mariano: Marcelino. El mejor payaso del mundo, Zaragoza, Mira, 2017.
-Sweeney, Kevin W.: Buster Keaton: interwiews, Jackson, University Press of Mississippi, 2007.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Antonio Gavín y sus terroríficos cuentos

¿Quién fue el escritor español más leído fuera de nuestro país en los siglos XVIII y XIX después de Cervantes? ¿Algún clásico del Siglo de Oro como Mateo Alemán, Lope de Vega, Calderón, Quevedo o Góngora? ¿O bien un autor del momento: un intelectual de la talla de Jovellanos o los fabulistas Iriarte y Samaniego?

Pues bien, aunque no aparezca en ningún manual de Literatura, que, como muchas otras cosas, habría que revisar en profundidad para ser justos, el escritor español que más ediciones conoció de su obra en el mundo anglosajón durante los siglos XVIII y XIX, quince, sólo por detrás del Quijote y al mismo nivel que La Celestina, fue un aragonés hoy olvidado llamado Antonio Gavín. Su vida se nos revela como una novela de aventuras y la trascendencia de sus escritos, tanto literarios como políticos, de mucho más alcance del que se pueda sospechar.

Nació en Zaragoza, en 1682, en una familia acomodada. Estudió en los jesuitas de la capital del Ebro y, después, cursó Teología en la Universidad cesaraugustana. En 1705 fue ordenado sacerdote y pasó a ejercer de confesor en la catedral de la Seo (fuente de inspiración para numerosas tramas de sus narraciones). Fue admitido como miembro en la Academia de Teología Moral de la Santísima Trinidad de Zaragoza y asistió a varios juicios de la Inquisición.

En ese tiempo, la ciudad, como el resto del país, se veía azotada y dividida por la Guerra de Sucesión, que enfrentaba a muerte a los partidarios de dos pretendientes al trono de España, Felipe de Borbón, nieto del rey francés Luis XIV, y el archiduque Carlos de Austria. El alto clero aragonés y la Inquisición se pusieron del lado del Borbón, mientras que el bajo clero dio su apoyo al bando austracista.

Probablemente emparentado con uno de los últimos Justicias de Aragón, también llamado Antonio Gavín, que penaría hasta la muerte en una prisión borbónica, nuestro autor engrosó las filas de los incondicionales del archiduque y en 1711, cuando vio la causa perdida, huyó de Zaragoza. Disfrazado de militar, se adentró en Francia hasta alcanzar París. Allí se logró entrevistar con el confesor de Luis XIV, al que expuso una historia inventada. Pero éste, receloso, le negó el pasaporte para viajar a Inglaterra. Volvió a cruzar la frontera y en San Sebastián embaucó a un sacerdote jesuita que le ayudó a buscar amparo en Portugal, donde coincidió con James Stanhope, militar inglés de alto rango a quien conocía de su estancia en la capital aragonesa durante la guerra. Stanhope le facilitó el viaje a Inglaterra y le proporcionó cartas de presentación. Así, en 1714, tres años después de su fuga, por fin pudo poner los pies en suelo británico.

Pronto abrazó de corazón el protestantismo, complacido por la austeridad de su puesta en escena y el rigor de sus lecturas bíblicas. Gracias a la intercesión del obispo de Londres, se inició como pastor anglicano, primero en castellano, para inmigrantes y exiliados, y, más tarde, en inglés. Ocupó temporalmente el cargo de capellán en el navío real Preston y en 1720, en busca de mejorar su situación económica, muy marchita, se afincó en Irlanda. Tras unos años de denodados esfuerzos por combatir el catolicismo imperante en la isla, retomó su carrera como capellán castrense. Se sabe de su estancia en Gibraltar, donde sus encontronazos con el gobernador del peñón, el general Sabine, le empujaron a abandonar la milicia en 1734 y a solicitar su traslado a las colonias inglesas de América.

Una vez instalado, predicó en varias parroquias de Virginia, pero su temperamento y sus arraigadas convicciones pusieron trabas a su labor. Siempre a contracorriente, en ninguna aguantaba mucho tiempo a causa, principalmente, de su pionera, belicosa y tenaz postura en contra de la esclavitud.

Falleció en septiembre de 1750 y en sus últimas voluntades dejó dispuesto su sobrio funeral, aun cuando su fama comenzaba a extenderse a causa de las sucesivas ediciones de su libro A Master-Key to Popery (La llave maestra del papado), que también fue conocido como The great red dragon (El gran dragón rojo). Escrito durante su estancia en Irlanda, había sido editado en inglés por primera vez en 1724, en tres tomos, y no tardó en ser vertido al francés (Le passe par-tout de l’Eglise romaine), alemán y holandés. La publicación está compuesta por una amalgama de textos heterogéneos cuyo fin último es denunciar la corrupción y depravación de la Iglesia Católica. Ensayos doctrinales, bien sean de creación personal o bien extraídos de otros autores, en especial del extremeño Cipriano de Valera, que en el siglo XVI también se vio seducido por la Reforma, se hermanan con ejemplos de comportamientos innobles de autoridades eclesiásticas y ficciones literarias. Estas últimas, aderezadas con experiencias propias, más o menos fidedignas y cuyo escenario es la Zaragoza de la Guerra de Sucesión, son lo más llamativo del conjunto.

Por diferentes cuentos o novelitas breves desfilan toda una suerte de clérigos, inquisidores y aristócratas perversos, codiciosos y concupiscentes que abusan de su poder para seducir a jóvenes incautas a las que muchas veces, ya despojadas de honra y fortuna, no dudan en asesinar. La mayoría de los malvados sale indemne de sus tropelías y, además, asciende en la escala social.

Esas descarnadas narraciones de terror pasaron y pasan desapercibidas en España. Sólo contados eruditos enciclopédicos, como Menéndez Pelayo, o residentes durante décadas en Estados Unidos, como Ramón J. Sender, las han tenido en alguna consideración. El primero, en su Historia de los heterodoxos españoles, las tilda de “lubricidad monstruosa y desenfrenada” y celebra que nadie sepa de su existencia a este lado de los Pirineos. El segundo, tradujo e incorporó a su novela Carolus rex, “olvidando” citar la fuente, una de las historias breves de Gavín protagonizada por una joven rescatada por los franceses de las cárceles inquisitoriales de la Aljafería.

Por el contrario, la morbosa mezcla de sexo y sangre, tan del agrado del público local no sólo de entonces sino también de ahora, y que reafirmaba la primacía moral protestante sobre los papistas, gentes sin escrúpulos y suma de todos los vicios, tuvo un enorme eco en el mundo anglosajón. Su ascendente sobre la llamada literatura gótica es palpable, en particular sobre su obra cumbre, El monje (1795), de Matthew Gregory Lewis, con ambientación y personajes españoles, y que inspiró un guión a Luis Buñuel que no pudo rodar por falta de fondos. Y subyace también en multitud de relatos de escritores románticos posteriores y de clásicos del terror como Edgar Allan Poe.

Pero el gran influjo del aragonés al otro lado del Atlántico quizá no haya que buscarlo sólo en el terreno literario. Antonio Gavín manifestó por escrito su admiración por el imperio de la ley de que gozaban los ingleses frente a los atropellos de los poderosos, tanto en la metrópoli como en las colonias. Tras su muerte, sus papeles y su biblioteca, a través de su viuda Rachel, fueron a parar a manos del virginiano Thomas Jefferson, autor del Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia, así como uno de los padres de la Declaración de Independencia de los EE.UU. y su tercer presidente.

Y no es descabellado pensar que no sería el único en quien dejarían una profunda impronta. En la Convención de Filadelfia, reunida en 1787 para dotar de una Constitución al recién nacido país, se citaron las leyes forales de Aragón como modelo de protección de las libertades individuales. John Dickinson, uno de los redactores del texto definitivo, alabó de forma expresa la institución del Justicia de Aragón, un ejemplo que imitar por resultar un poder moderador del soberano, garante de su legitimidad y fuente de legislación.

No hay que olvidar que Gavín estuvo seguramente emparentado con uno de esos últimos Justicias y se opuso con denuedo a la llegada de los Borbones que, tras hacerse con el poder, promulgarían los Decretos de Nueva Planta. Éstos suprimieron definitivamente dicha figura jurídica (muy maltrecha tras el mazazo recibido por parte de Felipe II), junto con centenarios códigos legislativos que atemperaban la autoridad del monarca en los territorios de la Corona de Aragón y le obligaban a cumplir lo pactado.

Para saber más
-Barreiro, Javier: Galería del olvido, Zaragoza, Cremallo Ediciones, 2001.
-Gavín, Antonio: Compendio del origen y abusos de la Inquisición en Zaragoza. Escritos en inglés por D. Antonio Gavin, sacerdote español, y después Ministro de la Iglesia protestante en Inglaterra. Traducido al castellano por D. Ricardo Baxter. Buenos Aires, Imp. del Estado, 1826.
-Gavín, Antonio: El antipapismo de un aragonés anglicano en la Inglaterra del siglo XVIII. Claves de la corrupción moral de la Iglesia Católica (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008.
-Gavín, Antonio: El licenciado Lucindo o El cura canalla (ed. Genaro Lamarca). Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2011.
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